Cuentos

UN SÓLO CUERPO

Solía correr en círculos espectrales, trazando en cada paso líneas de fugaces lágrimas, no existía un sonido, tampoco un color, sólo pasos en su cuerpo, sólo vida en la oscuridad imperfecta, sólo caminos en el cristal que interpone el ciclo de una luz.
Nació de un árbol, imponente, siempre siguiendo su camino al cielo, extendiendo sus alas de savia y algodón pigmentado, lo admiraba, hacía parte de ella, al menos cuando el sol no interponía su paso entre los dos. Lo veía cada día, se fundía bajo sus raíces, acariciaba su vanidad. Pasaban días de intenso calor similar al averno, días de insoportable frío acompañados de gotas de rocío congelado, días de saturantes colores y melodías de viento, pero aun así acompañaba a su árbol. Una mañana despertó y desfalleció al encontrar el algodón pigmentado muriendo en la sequedad del suelo, tibios matices naranja y marrón desfiguraban el paisaje, pensó que era el color de la muerte, y al paso de las noches, las hojas de algodón pigmentado cayeron una a una, siendo el viento una estratégica danza de exequias; otoño, irónica condena, embellece a la muerte, la hace deseable, acaricia su letal serenidad.
Decidió abandonar los espacios de la muerte, para qué esperar en medio de la nada, por qué perecer en los recuerdos de lo que alguna vez fue un árbol y ahora son sólo hojas carentes de significado, en medio de las barracas que un día fueron costas de papel; guiada por la sacra luz de la penumbra comenzó la búsqueda del cuerpo en el cual fundirse por la eternidad.
Divagó desolada y oscura, como era natural, dormía junto a los aullidos de los gallos, y seguía su caminar en mitad del cacareo de los lobos; una noche, sus pasos sin rumbo le llevaron a un callejón  lleno de siluetas de bigotes y particulares colas,  buscando delicias en las bolsas que otros desechaban, le atrajo el coqueto caminar de aquellos animales, su extraña forma de ver al mundo, ignorando faltas de cariño, preocupados tan solo por escalar tejados. Así, ella, decidió fundirse en un gato, fue su leal compañera durante frías noches, le seguía a cada lugar, a cada tejado, a cada basurero; transcurrieron algunas semanas, hasta que un día, se dio cuenta que el felino con indiferencia veía su caminar,  que jamás notó su presencia, mucho menos su ilusión de eternidad.
Con inmensa tristeza dejó al gato, que como era de esperarse ni una uña de su pata, movió en el desprendimiento.
Allí estaba de nuevo, con la suerte incrustada en un zapato y  sus ilusiones jugando en el deslizadero de la nada; sus pasos eran más una danza que recorría cada rincón de penumbra, bajo lo que las personas suelen llamar asfalto y los seres como ella, oscuro cristal oculto que le da vida.
Transcurrieron los días y las noches, hasta que una madrugada en medio de la lluvia encontró refugio bajo la banca de un parque. Se instaló entre sus patas nacientes y el pasto seco que le rodeaba;  los humanos llegaban a sentarse allí, escuchaba toda clase de promesas de amor, desde la común de un matrimonio, hasta eternidades de bosques lunáticos e hijos imaginarios. Fue testigo de besos anhelados y de abrazos de perlas hechas brazos. Fue feliz, el amor de quienes se instalaban sobre su banca le hizo creer en el mundo, en los ojos de verdad, en las manos de caricias, en la serenidad palpable, en la plenitud del cuerpo. Pero, su dogma de amor se fue tan rápido como el recorrido de los desechos por una tubería de cocina. Al pasar del tiempo, ella comprendió que la justicia no hace parte del amor, así como presenció infinidad de escenas teatrales de afecto, también vio cómo su banca fue refugio de finales desequilibrados, en los que sólo uno de los dos cuerpos que componían tan sublime esencia, permanecía allí, en medio de lágrimas y recuerdos, de promesas y futuros incompletos, de un inicio y un final; ella no podía brindar un consuelo, las palabras salientes de su boca no eran más que el vacío insonoro de la transparencia, sólo podía observar bajo la banca tan estúpida verdad; impotente y afligida, emprendió de nuevo su búsqueda, abandonó aquella silla de parque, pensando que el amor no es más que un ocultismo barato y un concurso de promesas al azar.
Su danza, invisible para otros, era lo único que le hacía brillar, además de la luz artificial, sutiles movimientos que nadie lograba admirar, sólo ella jugando a ser una persona real. Mientras se encontraba deslizándose por los andenes de tan absurda ciudad, llegó frente a un objeto extraño, una cajita de madera que no dejaba de sonar, con tres palitos que se diferenciaban al caminar por un conjunto de números que no lograba descifrar, encantada por su melodía, decidió permanecer tras él, un reloj antiguo sería su nuevo hogar. Pero, no pasaron más de tres días cuando huyó espantada de tan terrible objeto, era el encargado de controlar las acciones de los seres con racionalidad, les indicaba cuando tenían que vivir, a qué hora debían morir, los encartonaba como una fila de fichas de dominó, a cualquier fallido movimiento y el sistema colapsaría. Cómo una cajita de madera lograba infundir el miedo en tan evolucionados simios, un simple “tic-tac” y corrían desesperados, se les impedía pensar, porque corría el rumor de que algo llamado tiempo se les iba a  agotar.    
Consternada de tan escalofriante descubrimiento continuó su búsqueda de aquel cuerpo que le acompañaría por toda la eternidad, encontrando en el camino un cuerpo que cruzaba por su lado pero que jamás se detuvo a observar, era el responsable de sus dos últimas decepciones, quien destrozó la idealización del amor e hizo del tiempo el verdugo más sinuoso de la historia: El hombre.
Le quiso acompañar, pero era aún más seco que el árbol de donde nació, ignoraba su presencia al igual que el gato del oscuro callejón, jugaba con otros a través del amor y enlazaba al tiempo como la horca de su ejecución. El ser humano era un cuerpo vacío, que negaba su esencia animal por alardear de una racionalidad que le condenaba a la infelicidad, miserable ser, ¿para qué acompañarle? Ya tenía suficiente con la existencia de un espejo que le mostrase la repugnancia de su existir.
Ella era una esencia, un producto de la interposición de un objeto y una luz, era una sombra.
Pasaron siglos, llenos de guerras, amaneceres, hambre, bondad, furia natural y dolor, vio pasar golondrinas de papel, caracoles de pan, cuerpos de viento, ojos de tierra, casas sin ventanas… hasta que un día, cuando ya el sol partía de su lienzo de montañas, llegó a un bosque de plata y acuarela, en donde cada noche admiraba en el cielo la silueta de dulce resplandor, blanco grisáceo como un sueño de inalcanzables recuerdos, la sombra abandonó su destino de sombra y se hundió en las profundidades de un lago, en donde se transformó en reflejo, y así eternamente acompañó a su luna y fueron un solo cuerpo, danzando en escaleras estrelladas, sin importar la inmensidad, tan sólo la unión eterna, porque fue sombra y hoy es reflejo, unión perfecta de lo sobrenatural.
  

EL ESPEJO DE AZÚCAR

Dicen que las circunstancias son series encadenadas de movimientos perpendiculares al tiempo y a lo que una energía metafísica desea jugar.

Por eso, ella tan solo disipaba sus pupilas incoloras al cielo, con sus manos de cristal y su mente en figura de rueca,  se preguntaba con ironía ¿y si el juego era de mesa? ¿Los dados serían una opción? ¿Tal vez era más divertido combinar espadas y corazones? Pero definitivamente las nubes eran un delicioso manjar frente al azar… esas eran las circunstancias.

Odiaba a los gatos, sus maullidos intranquilos que interrumpían por segundos los giros estratosféricos de sus pensamientos taciturnos, el mugre de sus uñas, el fétido pelo que desprendía de sus bocas, el ronroneo a la ridiculez del afecto, por qué usurpaban los tejados, malditas siluetas nocturnas con colas de cartón desecho.

Jamás encontró respuesta al hastío por los felinos citadinos, tampoco a su pasión por el llanto, y ni hablar de su aberración por las rosas ardiendo en chimeneas flotantes de mariposas.

Jamás dejaba su reloj de pino, el sonido del minutero le advertía: tic-tac no mires hacia atrás tac-tic si miras no podrás salir. Por más dimensiones interconectadas en su cabeza y  pies, el tiempo jamás descansaba de su delirio de persecución, se hacía vieja con las horas, se arrugaba al igual que las sábanas de su cama, su espalda se inclinaba, de vez en cuando alcanzaba a su imaginaria planta de nardos, que nunca existió, pero que impregnaba cada mañana su olor en la despensa de comida.

Como todas las mañanas le costó abrir sus ojos y seguirle el juego al sol, despegándose del cofre en el que dormía voló a la ventana y aspiró todo el aire que sus pulmones pudieron contener, caminó a la cocina, saboreó una que otra cucharada de azúcar, aseó su corona de espinas e irrumpió a la calle.

Un día más de trabajo,  se encargaba de robar las flores de los jardines, lo hacía con extrema delicadeza y concentración, jamás se perdonaría que por equivocación se colara una de color amarillo, amarillo como el pasto cuando se seca, amarillo que pierde brillo, amarillo que desaparece entre los rastros del tiempo, amarillo que debería abandonar el camino que recorre la luz a los ojos, amarillo ideal desde un inicio siendo blanco para no dar esperanza a las inocentes neuronas y pupilas.
Luego el momento más difícil de su trabajo, repartir flores a las marionetas que deambulaban en la calle, complicada labor, el entregar una orquídea o margarita a un calcetín sin manos. Algunos luchaban contra la gravedad, les crecía piel y dedos.  Así ella cumplía con su misión y con lagunas naciendo de sus ojos se encargaba de colmar al mundo de colores petalizados.

Transcurrió la mañana, pasó por un parque y comió una que otra brisa de polen, se sentó en una banqueta y su pecho se retorció, como si una voz le advirtiera que no debía estar allí. De inmediato emprendió su vuelo por los aires de la ciudad, automóviles, sonidos, olores, besos, abrazos, llantos, muertos, vivos y sonrisas rozaban con su cabello, pero ninguno con su corazón.

De camino a su casa se encontraba un lago, así que apretó sus ojos, jamás entendió por qué el nado de los peces le causaba tanta nostalgia, por eso eligió volar en lugar de nadar, siempre le aterrorizó el agua, se encargó siempre de huir de las embarcaciones porque temía que al entrar en una jamás regresaría.

Voló en una sola dirección, odiaba hacerlo al revés, las náuseas no se hacían esperar, siempre hacia el oeste, para jamás encontrarse con la luna y seguir los pasos del reloj. En el itinerario de cotidianidad se encontraba una librería, se detuvo frente a ella y observó  con recelo aquellos objetos desconocidos que jamás tocó, desde que era niña se negó a la escritura, ya que su madre murió a causa de esta terrible condena de sensibilidad trastornada. Su pecado la incitó a tomar aquel panteón y en su lomo de hojas y semillas secas se encontraba el sello de muerte: “Cuentos para una niña amarilla”.

Lo tomó bajo sus alas y voló hasta desgastar su espiritrompa contra el negro del cielo, una luz la llevó a un extraño lugar bajo leños prendidos en fuego y piedras azules. Entró allí, subió las escaleras, salió al balcón y se sentó en una mesa, pidió al mesero una copa de  vino, tomó en sus delicadas manos aquel objeto y abrió su cobertura, allí encontró tan sólo hojas rasgadas a excepción de la primera página:

“Serás la más hermosa creación de la vida, un ser superior  al ser humano, guardarás en ti tanto amor y magia que los astros serán tu guardacuna, la luna mecerá tus noches y los duendes te servirán de día, las estrellas serán tu manto mientras todas las orquídeas lloran de alegría, como una escultura de cristal te cuidaremos, bajo la lluvia saltarás los charcos de arcociris, de tus manos saldrán golondrinas de papel, un osito de vieja lana será tu soledad y al universo entero de luz amarilla rodearás…porque jamás existirá más grande prueba de amor que tus ojos de tinta y tus manitas de papel carbón…
Mi aime jou, eu te amo, ich liebe dich, te dashuroi, ana behidak, te dua, yes kez si’rumen, ami tomake waiobashi, volm te, kanbhik, ha he bak, milujite, kochamcie, I love you, jeg elsker dja, mina arnaspan sind, kimio o ai shiteru, tora dost daram, ewedishalen, je’t aime, mahai kata, waja tica, NAKUPENDA Zoe, Tamina, lepidóptera princesa”…

Mientras sus alas se desvanecían con el fuego miró a la ventana y vio como un mosco se negaba a retirarse de aquel marco transparente, se golpeaba fuertemente hasta q dejó de aletear, corrió a la puerta del lugar en cuya cúspide decía Gato Gris, en ese instante entendió que no era un fin, pues el inicio jamás trascendió del vientre de su madre.