Llovía con dolor, como si el cielo no quisiera continuar
arriba, como si deseara despegarse poco a poco y convertirse en mar dulce. Se
iluminaban hasta los manteles más oscuros con la sinfonía de relámpagos que acompañaba
la transición del inmenso y triste sombrero azul.
Los pájaros caían como hojas secas sobre los carros húmedos,
con vidrios nublados de cansancio citadino; las ventanas de las casas morían de
ganas por dejar entrar al cielo y que cada habitación se azulara de azúcar,
causando gritos despavoridos de sus habitantes, sólo por diversión, porque las
ventanas pasan días enteros de aburrimiento y soledad, a excepción de esos en
que los cuerpos desnudos salen sin tapujo a fumar uno que otro cigarrillo.
En mitad de la guerra por quién se quedaba con el sombrero
azul, Paloma caminaba en medio del ruido, las angustias y los perros sin
maullar. Tomó su paraguas y se fundió él.
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